Fotografía: Rong Rong
Hoja otoñal, 13
Hace tanto tiempo que la palabra
me ronda, invade otros pensamientos. La palabra se llama pasión y vive dentro
de mí, en silencio y a oscuras. Está presa y bajo llave. Nombrarla me lleva a
sitios de peligro pero se rebela y asoma en lágrimas cálidas y dulces. Calladas. Lloro mares cristalinos y azules.
Me siento fragmentada y vulnerable desde esta cárcel de clausura en la que mis
deseos se despiertan y se duermen. Me he convencido de que no tengo derechos
sobre el amor. Soy una niña que, en la
búsqueda incesante de su propia infancia, tal vez olvidó ser mujer. Entonces,
tengo la terrible conciencia de haberme perdido a mí misma. Soñaba un tiempo de
vida apasionado. Soñaba con amar y ser
amada.
Ahora me miro a veces en el
espejo y me siento sola. Soy la que fui y me repito Hilda, Hilda, Hilda, porque
sé que sólo puede nombrarse lo que positivamente existe. Como si por la fuerza
de las mismas palabras mi cuerpo tomara súbitamente una carga molecular. Mi
cuerpo y yo frente al espejo. Un cuerpo que no ha sido amado y sin embargo lo
han desnudado. Desvertirse en la oscuridad
frente a la ventana del vacío.
¿En qué lugar estuve cada noche
de mi vida, de esta vida que no fue mi vida?
He rastreado al amanecer, como un
sabueso, cada milímetro de sábana para
buscar el olor de la pasión, el olor dulce y cristalino del amor. Entre los
pliegues, entre los bordes, entre mis piernas. En mis manos heladas, en cada
poro de mi piel. Buscaba y buscaba hasta que el sol me devolvía no su luz, sino
su penumbra. La noche otra vez me había
acariciado la espalda con sus largos
dedos negros.
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