martes, 31 de mayo de 2011

Letras calendarias VIII




Marx Ernst





Sólo una vez supe para qué servía la vida.
(...)
Just one. Anne Sexton






Hoja Otoñal, 23

Es una mañana clásica de otoño. Un leve frio comienza a colarse entre las hojas caídas de los árboles. El cielo aun no termina de definirse si estallará en tormenta o si por el contrario, este sol apenas cálido seguirá su curso por toda esta jornada. Es un cielo partido a la mitad. Oscuro y brumoso hacia un lado, casi luminoso hacia el otro.

Caminaba por la plaza bordeada de árboles añosos, algunos perennes, conservan la ilusión de un verano. Otros, la mayoría, están perdiendo casi todo su follaje y el suelo es entonces un gran manto de colores indefinidos. De colores crujientes. La gente cree que la pérdida de hojas es sinónimo de muerte. Yo sé que no. Es sólo una renovación. Una vida nueva va creciendo en el fondo de sus maderas. Un crecimiento lento y silencioso, despojado. ¿Habrá otoños dentro de mí? ¿Algo crecerá cada temporada y algo morirá a la vez? Tal vez eso sienta cuando al finalizar una temporada guardo la ropa que conserva el olor de esa época y saco la que tiene el aroma de la nueva etapa. Algo muere sin dudas en cada pliegue que hago a las prendas. Siempre las huelo y las miro. Me despido. Pero, a diferencia de los árboles, nunca estoy segura de si algo nuevo está creciendo en mí.

La plaza tiene su encanto. Hay una fuente con tres grandes focos de agua. Uno más grande hacia el centro rodeado de otros dos más pequeños. Brotan desde la fuente y estallan en el aire para regresar convertidos en maravillosa bruma a la fuente. Me gusta el ruido de pequeña cascada, me gusta el sonido del agua, me calma. Recuerdo el sonido del mar, quizás. Evoco los muelles, la arena, la espuma. Caminar sola por la costa en los días nublados, de frio, viento o de tormenta. El sol también me agrada pero lo debo compartir con mucha gente. En cambio, la lluvia, el frio o el viento, casi siempre son sólo para muy poca gente, con la que me cruzo cada tanto en la arena mojada.

Es una mañana rara de fines de mayo. Todos los sonidos hoy tienen un espesor desconocido. Suenan huecos y alejados. No sé si ellos están tan lejos o soy yo la que no sé muy bien en dónde me hallo. En la plaza los perros jugaban entre ellos en el arenero. Pero vi a un perro blanco, medio sucio, sentado mirando hacia ninguna parte. Sus ojos mostraban una tristeza infinita. Había querido sumarse a los juegos de sus otros congéneres. No pudo lograrlo. Los otros perros tenían collar de colores, algunos mantas y juguetes en la boca o ramitas. El perro blanco sólo tenía pelo de perro y algo de tierra. No tenía quién le lanzara una pelota para correr detrás. ¿Cómo podría darse cuenta un simple perro que el mundo también tiene diferencias para los perros? Me dio pena observarlo sentado con sus ojos tristes. –Tiene carita de oso- Me dije. Está pagando el precio de circular por el mundo sin ser querido. Quizás termine sus días atropellado por un auto en esta ciudad. O muerto de tristeza debajo de la copa de algunos de los árboles perennes de la plaza. No todos pueden morir de amor. Ni siquiera los perros.

El agua de la fuente sigue fluyendo como la vida más allá de los árboles, del perro, de mí. Es raro que haya estado rodeada de belleza, de verdes intensos y de ocres y naranjas. De un cielo mitad tormenta y mitad soleado. Rodeada del sonido del agua cayendo una y otra vez sobre el frio celeste del piso de la fuente. De sentir por pequeños instantes el ruido del mar. De mi mar, de la arena mojada por la lluvia. Y me detenga sólo en la mirada de un perrito blanco sin collar y sin manta de abrigo.

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