Fotografía: Imogen Cunningham
“ Vivir a esperar nada
a interrogar besos
a noches bañadas en la sangre de las colinas y los errores"
E. Molina
Una vez, hace ya bastante tiempo, fui a ver un espectáculo de marionetas. Era para adultos. Pero quería mirar con mis ojos cansados lo que quizás vi y sentí cuando nada tenía el sabor del pecado. Cuando el mundo se repetía siempre de la misma forma. Y la soledad y la muerte eran sólo una palabra.
Era un ambiente, despojado y oscuro. De pronto, en el más absoluto silencio, descendió una enorme jaula de madera. Quedó suspendida de la nada, justo en el corazón del escenario. Parecía que nadie la habitaba. Sin embargo, al poco tiempo comenzaron a caer motitas rojas. Intensas. Caían con una lentitud desesperante. De pronto, pude dejar de mirar el trayecto que describían en el aire, para darme cuenta de que no caían por cualquier parte. Todas coincidían en una misma zona. Al mirar el piso del escenario pude reconocer una enorme mancha, que para mi horror, no estaba formada por cientos de partículas rojas. Era una inmensa superficie pareja y brillosa. Todo en mí comenzó a temblar. Nunca supe cómo terminó la obra. Me paré y salí a toda velocidad, buscando el aire necesario para poder volver a respirar. Evitando escuchar la voz de la perturbación. Sonora y ausente.
…”nosotros envidiamos a las mujeres en el proceso de generar la vida, de sentir cada momento de un ser dentro de ellas…” Dijo un amigo, al pasar. Pensé que ese hombre debía tener quien lo ame y a quien amar. Debía haber conocido las fases completas y haberlas vivido con intensidad. Pero no conoció, sin dudas, el otro lado de la luna. Su lado oscuro. Este que apareció sin previo aviso, este recuerdo tan cercano. Esta historia...
Se despertó cuando recién salía del quirófano. Sus lunas comenzaron ahí y la vida dentro de ella, bajo la atenta mirada de los ojos de un microscopio. Dos embriones. Uno casi muerto. ¿Qué se hacía con un embrión que no estaba ni del todo vivo ni del todo muerto? Sólo implantarlo. Por ética nomás. El otro embrión parecía querer vivir. Pero sin muchas posibilidades. Ella sintió a ese pequeño disco celular que la habitaba, como una mina terrestre. Unos días más tarde regresó a su casa y a la cama en la que permanecerían las restantes lunas. El milagro aun dentro, casi cobijado. Pero no por mucho tiempo. Se aproximaba el fin de sus fases lunares. Una noche se despertó empapada. Un poco por desesperación, otro poco por cobardía, por una inmensa soledad, por dolor, no miró. Luego, una ambulancia. Y todo el olor de la ausencia.
Cuando regresó a su casa, miró alrededor. Estaban ambas, tan vacías. Atravesadas por el frio mortal del abandono. Dentro de sí misma, un gran agujero rojo. Afuera, el nido deshabitado y vacío de hombre. El había donado su esperma. Sólo eso. Pero el amor y las caricias no nadan en un líquido espeso. Y todo el desamor en cada ángulo de la casa. Se dirigió a su cuarto. Aun permanecían las sábanas, las mismas. Las sacó de la cama, las anudó prolijamente y las metió hacia el fondo de una bolsa de nylon negra. Y la tiró a la basura. Luego, se sentó sobre el colchón desnudo. Y lloró. No por él, el pequeño embrión. No por el hombre y su cobardía. Lloró por ella. Por toda la soledad. Por todo el desamor. Por toda la estupidez. ¿Qué le quedaba a una mujer cuando ya casi no le quedaba nada? Ningún embalsamador podría rellenar tanto vacío. Imborrable agujero rojo. Y a falta de un dueño, un ángel de la guarda se convirtió en piedra junto a su puerta.
a interrogar besos
a noches bañadas en la sangre de las colinas y los errores"
E. Molina
Una vez, hace ya bastante tiempo, fui a ver un espectáculo de marionetas. Era para adultos. Pero quería mirar con mis ojos cansados lo que quizás vi y sentí cuando nada tenía el sabor del pecado. Cuando el mundo se repetía siempre de la misma forma. Y la soledad y la muerte eran sólo una palabra.
Era un ambiente, despojado y oscuro. De pronto, en el más absoluto silencio, descendió una enorme jaula de madera. Quedó suspendida de la nada, justo en el corazón del escenario. Parecía que nadie la habitaba. Sin embargo, al poco tiempo comenzaron a caer motitas rojas. Intensas. Caían con una lentitud desesperante. De pronto, pude dejar de mirar el trayecto que describían en el aire, para darme cuenta de que no caían por cualquier parte. Todas coincidían en una misma zona. Al mirar el piso del escenario pude reconocer una enorme mancha, que para mi horror, no estaba formada por cientos de partículas rojas. Era una inmensa superficie pareja y brillosa. Todo en mí comenzó a temblar. Nunca supe cómo terminó la obra. Me paré y salí a toda velocidad, buscando el aire necesario para poder volver a respirar. Evitando escuchar la voz de la perturbación. Sonora y ausente.
…”nosotros envidiamos a las mujeres en el proceso de generar la vida, de sentir cada momento de un ser dentro de ellas…” Dijo un amigo, al pasar. Pensé que ese hombre debía tener quien lo ame y a quien amar. Debía haber conocido las fases completas y haberlas vivido con intensidad. Pero no conoció, sin dudas, el otro lado de la luna. Su lado oscuro. Este que apareció sin previo aviso, este recuerdo tan cercano. Esta historia...
Se despertó cuando recién salía del quirófano. Sus lunas comenzaron ahí y la vida dentro de ella, bajo la atenta mirada de los ojos de un microscopio. Dos embriones. Uno casi muerto. ¿Qué se hacía con un embrión que no estaba ni del todo vivo ni del todo muerto? Sólo implantarlo. Por ética nomás. El otro embrión parecía querer vivir. Pero sin muchas posibilidades. Ella sintió a ese pequeño disco celular que la habitaba, como una mina terrestre. Unos días más tarde regresó a su casa y a la cama en la que permanecerían las restantes lunas. El milagro aun dentro, casi cobijado. Pero no por mucho tiempo. Se aproximaba el fin de sus fases lunares. Una noche se despertó empapada. Un poco por desesperación, otro poco por cobardía, por una inmensa soledad, por dolor, no miró. Luego, una ambulancia. Y todo el olor de la ausencia.
Cuando regresó a su casa, miró alrededor. Estaban ambas, tan vacías. Atravesadas por el frio mortal del abandono. Dentro de sí misma, un gran agujero rojo. Afuera, el nido deshabitado y vacío de hombre. El había donado su esperma. Sólo eso. Pero el amor y las caricias no nadan en un líquido espeso. Y todo el desamor en cada ángulo de la casa. Se dirigió a su cuarto. Aun permanecían las sábanas, las mismas. Las sacó de la cama, las anudó prolijamente y las metió hacia el fondo de una bolsa de nylon negra. Y la tiró a la basura. Luego, se sentó sobre el colchón desnudo. Y lloró. No por él, el pequeño embrión. No por el hombre y su cobardía. Lloró por ella. Por toda la soledad. Por todo el desamor. Por toda la estupidez. ¿Qué le quedaba a una mujer cuando ya casi no le quedaba nada? Ningún embalsamador podría rellenar tanto vacío. Imborrable agujero rojo. Y a falta de un dueño, un ángel de la guarda se convirtió en piedra junto a su puerta.
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