miércoles, 23 de marzo de 2011

Evidencias


              Obra de : Rafael Olbinski
                             ( Polonia)



   Noche tras noche, siempre a las tres en punto de la madrugada, él golpeaba mis párpados con tanta furia que terminaban cediendo involuntariamente, mientras mis ojos contemplaban el mismo escenario, las mismas voces surgidas desde el fondo de una fosa, temblorosas, apagadas. Luego desaparecía, yo despertaba  con una ola de sudores extraños.

   ¿Qué deseaba él de mí?

   Una noche no golpeó mis párpados como era lo habitual y mis ojos sumamente pesados se fueron cerrando despacio. De pronto apareció. Era un pájaro de extraño plumaje, denso y colorido en el que prevalecía el amarillo y el verde intenso en sus plumas más largas. No era muy grande, hasta parecía agradable mientras lo observaba entrar por la ventana. Sin embargo había algo en él de naturaleza trágica, atemorizante.

   Tomó fuerzas casi sobrenaturales. Agitó violentamente sus alas y produjo un sonido de tormenta en una noche increíblemente clara. Lo miré, me vio sorprendido observándome con su cabeza ladeada. Silencioso. Y me pregunté a qué le temía en realidad. No era a sus alas sino a su poderoso silencio.    Durante un tiempo esperé, inmovilizado,  que emitiera algún sonido. Pero él se mantuvo mudo, sin dejar de mirarme y agitando cada tanto sus terribles y gigantescas alas. Quise gritar, pero yo tampoco pude emitir sonido alguno.

  Revoloteó por la habitación, entonces observé detenidamente su pico negro. Se acercó, desplegó sus alas lentamente.  Fue extraño, yo permanecía inmóvil, sin embargo caminé hasta un rincón y me acurruqué junto a una pared. Por la ventana veía entrar un resplandor que se descomponía en arcoíris frente al espejo. El pájaro voló hacia la luz y saltó entre los rayos. De pronto me miró de manera amenazante, con su cabeza siempre ladeada y siempre en silencio. Voló en dirección al espejo y desapareció.

  Me levanté lentamente, fui hasta la ventana y la atravesé entre una lluvia de vidrios. Parado sobre el alfeizar comprendí que debía saltar. Y salté.

   Eran las tres treinta de una madrugada nítida. Me vi acurrucado, sudando, lívido. Un aire helado me revolvía el cabello. Caminé y pisé descuidadamente pequeños trozos de vidrio. Pero no sentí dolor alguno. Salí confundido de la habitación mientras recogía una enorme pluma amarilla que colgaba del borde del espejo.

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